10/26/2005

Alas Oscuras (I)

Este es el relato mainstream que había comentado en posts anteriores, debido a su longitud, lo coloco en dos partes.




Alas Oscuras


If you read this line
Remember not the hand that wrote it
Remember only the verse
Songmaker's cry the one without tears
For I've given this strength
And it has become my only strength

-Tuomas Holopainen.

0

…que nos une es profundo, fuerte y extraño.”

Había terminado de leer el viejo poema de Gibran, anotado en el mismo cuaderno que había atesorado desde que cumplió dieciséis, recibiéndolo como regalo de alguien a quien, irónicamente, no podía recordar bien.

Se levantó del diván, en el cual había pasado las últimas tres horas contemplando a los efectos que hacía la luz sobre los diversos accidentes del tejado, otro vicio que inventas cuando la baraja de opciones de cosas para hacer se reduce a casi cero.

Sabía que tenía que salir, aunque hubiera frío en el pueblo, y no quedara nadie con quien hablar de nada que mereciese la pena desde la partida de Maya, de quien no había recibido ni una carta.

Se preparó para todo o casi todo mientras, en el fogón, la tetera comenzaba a protestar, indicando el final de su labor.

Sería, de nuevo, una noche fría y larga.

Aseguró la puerta y caminó, sin demasiada prisa, hacia la chingana del pueblo, era fin de mes y los labriegos tendrían más chismes que comentar, más chistes que compartir y sobre todo, más vino para consumir.

“Era cierto.” Pensó, “no se puede esperar mucho más en este tren de vida, pero ¿a quién le importa?”

Maya, cuando aun había estado allí, se sentaba todos los viernes frente a la ventana que daba al camino, con una copa de vino rosé y una taza de té, mientras llenaba su libro de ilustraciones fantásticas: dragones, casas voladoras, hombres con espadas y mujeres indómitas, guerras de lanzas, espadas y armaduras y castillos imposibles.

“Es como si los hiciera para cada saliente del relieve.” Se dijo a sí mismo mientras entraba a la chingana.

-¡Juanito! ¡Dos de lo de siempre!

Había tenido este pensamiento recurrente, un sueño de esos que no se olvidan con facilidad: un desierto, y a pesar de ello el viento daba una sensación de humedad, Maya parada allí contemplando la inmensidad del cielo en la línea donde el celeste se encuentra con el ubicuo color de las arenas, ella, sonriendo, miraba como un pájaro se le acercaba, posándose en su mano.

En ese momento volteaba a mirarlo.

Él despertaba.

¿Por qué no podía recordar que ave era?


1.

-No te preguntes- le dijo –si es que estás en el camino correcto–sino si estás en este camino por la razón correcta.

El niño, asintió, confundido, aunque sabía que no estaba lejos de la costa (donde creía que se hallaba el final de su viaje) pero tenía una de esas sensaciones que indican a las claras que en el asunto en cuestión hay muchas más cosas de las que se esperan de primera mano.

-Y ¿ya has decidido?- continuó el cuervo, casi fastidiado por la inacción de su interlocutor.

El niño sacó de un bolsillo de la chaqueta que tenía puesta una nuez naranja y la arrojó tal como le había sido enseñado en casos de necesidad.

La nuez se fragmentó en varios pedazos, pero sólo uno, al caer, indicaba una dirección

-Hacia el este, donde anidan las águilas y las aguas fluyen torrentosas.- dijo el cuervo, ceremonioso.

-Si, hacia allá voy- repuso el niño, más para darse animo que para señalar el rumbo, que adivinaba tan incierto como el tramo inicial.

Ya había olvidado el porqué del viaje.

Lo que, en un principio, tras dejar de lado a su madre y hermanos atrás, había sido una jornada de búsqueda, se había vuelto un misterio total, al ver, en aquel ancho mundo que ni siquiera los cuentos del abuelo Franco, a la luz de la fogata de los sábados le habían ayudado a imaginar en su complejidad y detalle.

El camino solitario en el cual circulaba había sido hollado continuamente y no daba señas de abandono, así que era posible que se cruzase con alguien más en el camino, pero…

…¿Dónde se habían ido todos?

“Ni modo, a seguir.” Pensó el niño, haciendo un recuento mental de sus provisiones mientras el sol de mediodía comenzaba a decrecer, indicando el inicio de una lenta tarde de otoño.

En el interior de su alforja, algo vivo comenzaba a latir.


2.

No era igual, después de todo.

Maya acababa de probarse el último vestido de la tienda, sin tener la más mínima sensación de satisfacción que uno espera cuando la prenda se vuelve la segunda piel de uno. A una no muy prudente distancia, una vendedora fruncía el ceño, sintiéndose interiormente burlada, aunque no fuera capaz de poner esa emoción en palabras que ella misma pudiera entender, o que, en el mejor de los casos, se negaría a aceptar.

Hacía rato que Maya se había dado cuenta de ello y dudaba entre comprar el vestido que se probaba por compasión a la vendedora o quitárselo y salir de la tienda a buscar con sus amigos alguno que no estuvieran usando para ponérselo, a fin de cuentas, sus necesidades no eran demasiado suntuarias.

“De hecho,” había dicho Marcela, una de sus amigas “tus necesidades son tan desatendidas que da igual que existan o no.” Luego habían reído y Maya había hablado de lo tonta que era por pensar así de sí misma, y Marcela le había dado una palmada en el hombro para decirle “muchacha, tienes que creer en ti misma.”

Eso había sido antes del viaje, antes del pueblo y los meses en blanco, antes de los lazos y las separaciones y las tardes de estudio de la naturaleza arruinado por su divagar entre mundos que no eran el suyo.

-Maldita sea.- dijo para sí, mientras salía de la tienda con un paquete en la mano y su mochila al hombro (había comprado un vestido al azar) –a este paso no voy a terminar nunca la escuela de arte.

Tomó el bus hacia la playa, sentándose cerca de la mitad, en un asiento que daba al pasillo, a su lado, un joven con ojos chispeantes miraba a la ventana, donde un ramillete de chicas salía de la tienda, sonrientes y llenas de paquetes con ropa nueva, los tiempos podían haber cambiado, pero algunos hábitos nunca lo harían.

“¿Por qué nunca le hallé la gracia a eso?” Pensó, mientras el bus iniciaba su marcha. Puso su mochila (que había dejado en custodia al entrar a la tienda) sobre su regazo y el paquete de la compra al costado del asiento, no le importaba realmente si alguien lo tomaba.

El joven al lado de ella la miró, intempestivamente, como si hubiera tenido una revelación y rehuyó la mirada, llena de ansiedad, al mirarlo ella a él.

-¿Si?- dijo ella cortésmente.

-Disculpe…- dijo el joven, tímido –es que lo vi y no pude evitar darme cuenta-
-¿vio qué?- respondió Maya, sorprendida.
-El tatuaje de su muñeca.- replicó el joven, señalando a su muñeca derecha.
-Oh.- dijo Maya, le había prestado tan poca atención que apenas recordaba su existencia –si, tengo uno.
-¿Es una mariposa? –preguntó el joven, sin atrever a mirar más.
-No, es un ave.- contestó Maya, sonriendo compasivamente.
-¿Qué ave?

Maya dudó por un segundo.

-La verdad… no lo sé.

Fue todo lo que conversaron durante el viaje.


3.

“Lo cierto es que no hay nadie por aquí.” Dijo el niño mientras, yendo por el camino, atravesaba una hondonada que, probablemente, había sido un bosque leñero.

Ya se había hecho de tarde y tendría que buscar un lugar donde guarecerse, su espalda le pedía a gritos un lecho blando donde recostarse, tras varios días de dormir a la intemperie.

Estando ya a punto de iniciarse el crepúsculo, divisó una cabaña, y, pensando en lo afortunado que sería esa noche, enrumbó hacia ella.

El suelo, desde el camino y hasta la aparente entrada de la cabaña estaba recubierto de un musgo verde-azulado que no era propio de la comarca y que se impregnaba en todo lo que tocase.

La suelas de sus zapatos estaban azules cuando llegó, casi resollando, a la oscura puerta de la cabaña, que lucía intimidante bajo la escasa luz natural que aun había.

Tocó.

Volvió a tocar. Ningún ruido del otro lado.

Acercó sus manos a la puerta para empujarla hacia delante, esta cedió sin mayor resistencia.

Entró.

Ruidos de animales que habían estado y salían espantados ante su presencia podían oírse, aunque el no pudiera verlos en medio de la oscuridad reinante. Buscó la base de la chimenea que había visto desde lejos, encendiendo fósforos para guiarse.

Poco tiempo después, se calentaba frente al fuego de la chimenea, mientras hacía un recuento de sus provisiones y cenaba un par de panes con carne salada, Había encontrado varias ollas utilizables y estaba usando una de ellas para hervir agua para beber, esta noche sería un manjar.

Cogió la última piedra que le dio un búho al inicio del camino:

“¿Qué caminos busco?” Le había preguntado al ser más sabio de los alrededores, cuando te encuentras en un bosque, claro.
“Sólo los que vengan de ti.” Había respondido el búho, mirándolo fijamente a los ojos como siempre hacen las personas mayores cuando quieren reforzar su punto de vista.
“¿Pero dónde...?” había pensado por un segundo antes que el búho siguiera hablando:

“Por allá, al norte. O al sur, cualquier dirección es igual de buena si el corazón sabe a donde ir.”
“Si ¿no?”
“¿Lo sabe el tuyo, niño?” Había dicho, mirándolo como quien reprende a un tonto.
“No realmente, pero sé lo que quiero encontrar.” Había respondido, envalentonado.
“Eso es un comienzo.” Había dicho el búho, irónico, como si supiera que detrás del discurso no había más que incertidumbre y miedo.
“Toma esto.” Replicó el búho, amable, de hecho, podría pensarse que sonreía a pesar de ese pétreo rostro de predador.”Te ayudará.”
El niño lo cogió, sintiendo su textura rugosa, pero distinta a cualquier cosa que hubiera tocado hasta ahora. Tenía la forma de una nuez, pero era ligeramente más grande, casi como un guijarro.

Era diferente esencialmente en algo –y no era algo que pudiera sentirse de buenas a primeras con sólo verlo o tocarlo- parecía comunicar algo: sensaciones, imágenes, un alfabeto de signos que el niño no había conseguido descifrar.

De allí había sacado la idea de ir al mar, cuando al tocarla una noche, había sentido la urgencia del océano y su brisa salobre.

Regresó al objeto a su alforja y se acurrucó cerca de la chimenea, había encontrado unas mantas y la noche sería menos fría así.

Durmió sin sueños.


4.

Amanecía de nuevo.

La sucesión de horas en las cuales la misma lista de actividades pasaba de su mente a sus manos y de regreso era una de las cosas que le indicaba que su vida, como la conocía (o como siempre la había conocido) andaba por el camino correcto, aunque, ciertamente, no era de las personas que anda preguntándose si tal o cual cosa es lo correcto o no. Su vida se había erigido sobre dos convenciones principales:

  1. Si fastidia a alguien está mal.
  2. Si te fastidia a ti, peor.

Había terminado la mañana, y él ya había terminado las labores de la granja por el día, eran tres años, siete meses, diez días y nueve horas ya desde que dejó la ciudad, harto de la tensión y decepcionado por una serie de razones que no podía confesar ni a la almohada.

Su trabajo (un puesto de asesor de negocios en una consultora de contabilidad) le había reportado tan buenos ingresos que su jefe, medio en broma, le había dicho “después de esto es casi un hecho que no tendrás que trabajar por el resto de tu vida.”

El lunes siguiente, cuando le presentó la carta de renuncia, ante la expresión atónita de su jefe, le dijo.

-Sólo le estoy tomando la palabra, señor.

Salió del edificio con sus cosas en una caja y suficiente dinero en cheques, bonos y acciones para preguntar que podría hacer con él.

Había comprado, al día siguiente, una casa de campo y se había mudado de inmediato, pensando cumplir su preciada ambición de escribir novelas de espías.

Al principio lo intentó con denuedo, sin preocuparse demasiado de cosas como convenciones literarias y estilo, a toda marcha, terminó su primer borrador en dos meses y medio.

No volvió a escribir más.

Había descubierto que, lamentablemente, no tenía talento para decir lo que quería decir como quería decirlo y eso, siendo como era y teniendo la edad que tenía, era algo que uno toma tiempo (léase años) en aceptar.

Entonces, había equipado la casa de campo como una granja y se divertía manteniéndola mientras sus rentas se encargaban de mantenerlo a flote.

Dos veces al mes iba a la chingana del pueblo a ver qué novedades traía Marcos, el tendero de la ciudad, los periódicos, aun si fueran de meses atrás, tenían para él ese atractivo de lo inmortal e inevitablemente cierto, siendo para él tan tremendos como la idea de que, bueno, un día sencillamente no estaría aquí para ver este estrecho y accidentado mundo.

No había ansiado compañía humana fuera de las dos o tres personas que lo ayudaban en las tareas de la pequeña granja, y por lo general, tras terminar con el almuerzo, se sentaba en el diván de su sala a contemplar, pasiva y pacientemente, el pasar de las horas.

La Guía de supervivientes anónimos era su lectura de cabecera –eso cuando se acordaba que las palabras existían y tenían un uso- la había comprado el día que renunció, venía de oferta junto con un cuento infantil que había leído a medias, y que esperaba leerle a un hijo suyo cuando lo tuviera.

-¿Un hijo?- se dijo a sí mismo, sacado por segunda vez en una semana de su habitual imperturbabilidad.
“¿Un cuento? ¿Un hijo?” Pensó. “Dos pensamientos no autorizados en cuestión de segundos eran un claro síntoma de que algo no anda bien, de que algo necesitaba ser cambiado.

Saltó del diván hacia su librero, buscando el cuento que había comprado, mirando por todos los estantes sin hallarlo. Corrió a su alcoba, miró debajo de la almohada y estaba allí, con su tapa dura impresa a cuatro colores con un dibujo de un niño con una alforja y un sombrero, vestido de una forma que recordaba a un tirolés, frente a él, un largo camino que se perdía en el horizonte y parecía descender de las montañas a la costa.

Ni siquiera prestó atención al título, sólo abrió la tapa, esperando no hallar lo que recordaba que estaba allí:

Lo dejo aquí, para que no te olvides de donde has venido.
MAYA-

Cerró el libro, atónito, casi temblando, incapaz de articular palabra ante lo sólido y terrible de tal afirmación, ¡ella lo había leído!

No sólo eso, ¡había puesto una nota para que él no olvidara!

-Pero, ¿olvidarse de qué? Estaba bien como ahora, pasando los días, si preocuparse ni hacer nada y viviendo de los frutos de su propio trabajo.

Pero ¿cuánto tiempo más seguiría así? ¿Por cuánto más resistiría su propio aburrimiento?

Algo se quebró dentro de él, como si fuera un cristal esperando a que la mínima presión la convirtiera en astillas desperdigadas. Entendió una serie de cosas que se empeñaba en negar y en ese espacio interior que reservaba para las cosas que temía, el rostro sonriente de Maya aparecía una y otra vez, exactamente como en su sueño.

“Es cierto.” Pensó, “esto no puede seguir así.” Acto seguido abrió su armario, sacó una maleta, la más pequeña y colocó dos mudas de ropa que siempre había guardado para la ocasión (aunque no supiera cuál.)

Si se apuraba, podría coger el bus de las seis a la ciudad.

Ya era tiempo.


5.

Ella lo oía recitar poesía, una y otra vez en su mente. Mientras, en la realidad, él yacía encima de ella, impulsándose hacia dentro de ella una y otra vez, sin la menor consideración por las sensaciones de ella.
Lo había conocido en un bar del centro, donde había ido con Marcela y María, quienes la llevaban en el plan de “bueno niña, diviértete un poco.”

El tipo era uno de los que en la barra, le habían estado haciendo ojos desde que llegó, no desanimándose a pesar de no recibir señal alguna de aquiescencia de parte de ella.

Había olvidado algo, “¿qué día era hoy?” Pensó, esa era una de las cosas que más le costaba recordar.

En su viaje a aquel pueblo se percató de ello, le era demasiado difícil mantener coherente el paso del tiempo sin periódicos ni televisión, máxime cuando la rutina de las cosas por hacer resultaba tan igual un día que el otro, salvo los viernes, cuando se sentaba en la ventana de la tienda de don Juanito para hacer estudios de la luz y el paisaje de montaña, que ofrecía muchos contrastes, al contrario del monocorde y casi desértico panorama cromático de la costa donde ella vivía.

La respiración de él se aceleraba y lo sentía esforzándose dentro de ella, oleadas de placer ascendían desde su vulva, y, aunque las sentía, no era capaz de abandonarse por completo a él, siempre había parte de ella que se mantenía “aquí-y-ahora” o, mejor dicho “en-algún-lugar.”

Lo había imaginado parado sobre una mesa recitando una de las poesías que había escrito durante su periplo y luego entregado al fuego (¿o no?) Mientras, ella, anonadada, lo miraba con ojos de niña encandilada y deseaba poner el mundo a sus pies.

Entre los cuatro espacios de una palabra
Y los cinco silencios de un nombre
El rozagante espíritu habita
Y conforma a todos los hombres.
De arena, de sangre y sudor
De lágrimas, gloria y amor.
Desde lo que prometimos, en el mismo amanecer
Hasta, lo que con reticencia, nos hemos
Obsesionado en negar.

Un ave de alas negras recorre, en sombrío vuelo
Sus heladas alturas
Y busca, como buscas dentro del espejo.
El reflejo del alma.


Lo imaginaba recitándola, tal como ella la recordaba, deformada por el tiempo y la memoria que corrige todo sin objetividad alguna. Él ya estaba terminando, y ella, para no hacerlo sentir mal del todo lo acompañó en el coro de chillidos, gemidos y susurros que se acostumbran en estos casos.

-Estuviste genial.- decía él, mientras le daba un beso
-Gracias.- ella sólo atinó a decir, sonriendo casi compasivamente.
Ahora lo recordaba.

Había dejado un último poema escrito, justo después de leer un extraño libro con un cuento infantil que no lo parecía.

Y se había quedado, allí en el pueblo, en la casa de Nemo (o como-se-llame.)

-¡Maldita sea!- exclamó mientras se vestía, él ya se había ido, dejando un papel con un número de teléfono y el nombre “Sergio” debajo, lo cogió y lo rompió, arrojando los pedazos a la papelera de su cuarto.

“¿Tendría que regresar?” Esa idea daba vueltas en su mente una y otra vez desde aquella tarde en la que había ido a la playa, a investigar (en realidad más bien a confirmar lo que ya sabía) la superposición de diez tonos distintos de gris en una gama real a pesar de su incoherencia.

Todo se había vuelto tan monótono.

Y no es que fuera una adicta a las emociones fuertes, desde niña, había preferido un paso tranquilo de la vida y detestaba cuando las cosas comenzaban a girar (su psicoanalista le había dicho que eso tenía que ver con un trauma de cuando tenía siete u ocho años y tuvo un accidente en el parque) lo que siempre era un indicativo de que su escasa resistencia se había vencido.

El poema, probablemente el mejor que había escrito (a falta de otro con que comparar) hablaba acerca de dos cosas sobre las cuales no creía saber mucho: desesperación y soledad, se había negado sistemáticamente a correr riesgos que implicaran heridas emocionales, de hecho, había estudiado arte nada más para hacerse creer a sí misma que podía tomar riesgos y sobrevivir.

¿El resultado? no podía terminar el estudio para su graduación sobre luces y paisajes, incapaz de concentrarse en “sencillamente los hechos.” Había viajado más de tres veces por allí, buscando la locación perfecta para el cuadro que justificaría todo aquel tiempo gastado, pero no podía hallar el lugar donde se sintiera a gusto como para pintar lo que quería.

“¿Tienes miedo?” Se dijo silenciosamente a sí misma mientras daba vueltas en la cama, incapaz de dormir.

“Lo más cercano a la comodidad,” continuó, había sido ese viaje al pueblo de montaña donde había hecho ese estudio y conocido a aquel tipo que parecía tan solitario como ella, sólo que peor “¿Por qué jamás le hacemos frente a quienes realmente somos?” Pensó de nuevo, sin obtener una respuesta.

“Hora de dormir, Maya.”

El sueño la había vencido ya.

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