10/27/2005

Alas Oscuras (II)

Esta es la parte final del relato.



6.

El amanecer del siguiente día lo había recibido animado, más cercano al optimismo ahora que había descansado como nunca antes.

Salió de la cabaña, mirando el largo sendero por delante y comenzó a caminar, silbando una tonada que su hermano mayor le había enseñado.

Mientras descendía por la cuesta que se revelaba como un ancho camino hacia un valle rebosante de verde, donde el ganado pacía tranquilamente, y a una buena distancia, se perdía en una mezcla de colores verde y arena.

“El color de la cercanía del mar.” Pensó el niño, mirando alrededor, y no encontrando, como esperaba, a nadie con quien hablar ni a quien preguntarle direcciones, ni siquiera un animal lo suficientemente inteligente para...

-¿Qué haces aquí, niño?- dijo una vaca al verlo pasar a cierta distancia, intrigada.

-Busco el camino al mar. Respondió orgulloso, -¿y qué haces tú aquí?
-Lo mismo de siempre. Espero que mis amos vengan a llevar su parte.
-¿Tus amos?¿dónde están?
-En esa casa.- Dijo, señalando con la cabeza a una cabaña en la cual una chimenea dejaba salir humo de leña.

El niño no lo pensó dos veces y se dirigió hacia allá, se paró frente a la puerta y la tocó.

Nada.

De nuevo.

Nada.

Abrió la puerta. No había nadie, a pesar que el hogar estaba encendido, los platos puestos y los juguetes regados en el piso, ni una sola persona.

Asustado, salió corriendo, conteniendo las lágrimas de miedo.

La vaca, al verlo contrariado le preguntó:

-¿Por qué no vuelves a casa, niño? Aquí no es tu lugar-

Era cierto, ¿por qué no volver después de todo? Entonces, decidió tomar el camino hacia...

No lo recordaba.

No recordaba de donde había venido ni el rostro ni la voz de los que conocía, era como si nunca hubiera estado allí.
Sin saber que hacer, se sentó a la vera del camino a llorar, la desesperación lo horadaba y el camino, antes ancho y certero, se le hacía ahora interminable e incierto. Contuvo sus lágrimas por un instante, enjugándolas.

A fin de cuentas, las cosas estaban claras. No había a donde volver, pero tal vez hubiera a donde ir, si es que, como creía recordar, el camino se abría hacia algo que debía hallar, ya había algo que había perdido y que debía recuperar.

“Una por otra.” Pensó, y, levantándose, echó a andar con renovada energía, aunque la expresión de su rostro permanecía sombría.


7.

Lo llamaban Nemo.

No sabía cuando habían comenzado con esa costumbre, ni cuando había iniciado con el hábito de llamarse así a sí mismo.

Era una de esas cosas de las que no se daba cuenta, salvo en sus más forzosas y dolorosas retrospectivas, sepultadas dentro de sí mismo bajo capas aluviales de insignes fantasías.

Había una vez o había habido algún tiempo en el cual, la persona correcta (o cualquier persona en realidad) podría haber sido capaz de escuchar de él, en sus propias palabras, de qué demonios se trataba todo ello y por qué y todas las fechas y sucesos relacionados con el origen de su renombre.

Pero aquel momento definitorio no había ocurrido, dejando a la incógnita el “Si hubiera habido alguien con quien hablar de ello...” No lo sabía y no lo sabría nunca, probablemente.

Sentía como en su pecho estuviera una especie de dique, compuesto de todas esas emociones que había dejado de lado y pretendido olvidar y alas que no podía obviar ya.

A pesar de la opresión que sentía, aun no dejaba salir nada, ni rastro de emoción alguna. Nemo –que no era su nombre- había dejado de confiar en sí mismo (cosa que nunca había hecho muy bien) y en el resto del planeta. Y es que ¿cómo puedes hacerlo de otro modo?

Había rastreado el origen de sus aflicciones, sentado, pensando en su torre de marfil, hasta el punto en que, tembloroso, lloraba en lo más oscuro de una habitación mientras a su alrededor, gritos e imprecaciones llenaban la sala. Y él, detenido en medio de ninguna parte, sin saber qué hacer.

-¿Por qué te es tan difícil hablar de ello? – la voz de Maya sonaba tan informal como el día de otoño en que, sentados frente a la mesa de la fonda, desayunaban café con tostadas y mermelada.

-No lo sé, es que es algo que tiene tan poca importancia.
-Sabes que no es eso.
-¿entonces?-. Contestó casi en automático
-deja de ocultártelo- había contestado ella –estás molesto contigo mismo.
-¿Molesto…?- dijo él, sin saber qué decir ahora, que todo tenía tanto sentido y tan poco a la vez.

Hasta antes de ese instante, todo había sido una huída, todo había sido, bajo el influjo de la aplastante realidad a la cual no toleraba por un hecho bastante pueril (al menos para él) NO SE SOPORTABA A SÍ MISMO.

De 9 a 5 y de 5 a 10, cuando correspondía, se encargaba de efectuar a cabalidad su papel de “alguien”, de “protagonista de las horas” había aprendido lo suficiente en las yermas arenas de la vida para saber donde entrar sin quemarse, y así, había reunido un trabajo y suficiente dinero para financiar su estepario proyecto de vida.

Y ahora estaba de vuelta, exactamente donde había comenzado.

Paseaba sin mayor apuro por la zona empresarial de la ciudad, reconociendo lugares y personas, algunos rostros, que no lograba distinguir del todo bien, le sonreían al pasar y le saludaban, recordándole que uno siempre deja huella.

Caminó hacia la puerta del edificio donde tenía su oficina, antes de salirse del mundo, antes de escaparse de todo y dejar de pelear para dedicarse a otra pelea peor: la de no escucharse a sí mismo.

No se atrevió a entrar.

En vez de ello, siguió derecho por la alameda de árboles desnudos en esa época del año, que llevaba al malecón donde había jugado cuando niño y que, desembocaba como siempre lo había sabido, en una playa tan gris como el resto de la ciudad.

Caminó hacia allá, sintiendo su corazón latir con un extraño sentimiento que parecía una mezcla entre euforia y nostalgia.

Casi podía verla.


8.

Era la última colina.

Había sido la última colina, después de la última duna y después del último recodo del polvoriento camino, que se había abierto, alejándose del valle que, inexorablemente descendía hacia el mar.

La vegetación propia de la pradera montañosa aparecía más cercana a un bosque de árboles pequeños y frutales, como zarzamoras y manzanos, que crecían a la vera del camino, dando sombra en medio del tórrido calor del estío.

El niño se sentó, cansado, a la sombra de un árbol de zarzamora de proporciones regulares, mientras cogía aire para seguir andando.

Había caminado un día y medio ya, descendiendo desde las planicies altas donde había hablado con los animales y buscado una luz que lo llevara a recuperar parte de lo que, sin saber por qué, le había sido arrebatado.

Ahora era el momento en que las explicaciones debían comenzar a fluir… o eso esperaba.

Cerró los ojos, concentrándose en un paisaje.

Una casa, lejos, verde todo alrededor, una pequeña plaza se abría en frente del portón que indicaba el frontis. Una puerta abriéndose, niños como él saliendo, sonrientes a jugar.

Volvió.

Un cambio en el viento lo regresó al camino y al calor, una ligera alteración de la consistencia de la realidad.

Un olor salobre.

Ya estaba cerca.


9.

El gris, después de todo tenía sus encantos, si es que uno sabía verlos.

Maya había ido a la playa aquella tarde sin tener una verdadera razón para justificar sus acciones, es decir, andaba tan a la deriva como el resto del tiempo, excepto por aquel viaje…

“¿Por qué no regresar?”

Había enfrentado esa interrogante varias veces en los últimos días, junto con la punzante sensación de sentirse fuera de lugar en la gran ciudad, ¿qué andaba mal? a pesar de la familiaridad de la ciudad y su ambiente, algo la impulsaba a regresar a aquel pueblo, ¿qué era?

Recordaba las conversaciones con la gente tras las largas jornadas de trabajo o sus paseos al valle para hacer bocetos que no se convertirían en cuadros, y sobre todo, las conversaciones de las noches de viernes en la tienda de Juanito, hablando, como siempre, de todo y de nada.

Un desayuno de Domingo con Nemo -o como se llame- le había revelado, a través de las palabras que le había dicho, una verdad que se aplicaba también a ella, aunque siempre había vivido por encima de ello, sin preocuparse de esas cosas.

Pero ¿debía preocuparse?

Miró en derredor, el mar estaba tranquilo e invitante, casi como si pudiera caminar por la imposible línea que lo separa de la arena, casi tan bueno como para componerle un poema.

Se quedó, allí, mirándolo por suficiente tiempo para ver su vida pasar, tan gris como el encapotado cielo encima de ella, y entonces, en silenció, lloró, mientras pensaba en las ocultas sílabas del poema que había sobrevivido.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando de levantó y comenzó a caminar, yendo hacia ningún lugar, sabiendo ahora que las heridas que ocultas siempre vuelven, independientemente de cuanto tiempo pasen desde entonces, de este modo, una huída es solamente la persistencia en el error, la perpetuación del dolor.

“Si pudiera recordar ese poema…”


10.

Al fin había llegado.

Cubriendo todo el alcance de su visión, el tranquilo mar progresaba inmutable en sus ondulaciones y en ese momento, el niño sintió la tremenda ansiedad de saber que la pregunta que había rehuido por todo el viaje aparecía ahora frente a sus ojos.

¿Qué hacer ahora?

Se sentó en la playa a pensar sus opciones, no recordaba de donde había venido, de modo que no tendría un camino a casa hasta que pudiera recordar, ahora, si sólo fuera cuestión de ir en alguna dirección o dejar algo aquí.

En ese momento, las palabras del cuervo resonaron en su mente

-Y el niño abrió la alforja, sacando de ella el único objeto singular que poseía: la piedra de colores que el cuervo le había conferido y entonces…

La arrojó.

La piedra, lejos de caer una vez llegado al cenit de su trayectoria, siguió elevándose, cambiando de forma y dejando ver de pronto.


-Un ave de alas oscuras.

Nemo sonrió, siempre lo animaba el leer aquella historia, cuyo abrupto final no significaba tanto para él como los símbolos involucrados: crecer, dejar pasar algunas cosas, cambiar, algo que él se había ocupado de no hacer.

De pronto, al cerrar el libro, el papel con el poema salió volando, impulsado por la brisa, lejos de él.

Y entonces el niño, sentado en la playa recordó de improviso como había venido y por qué, y más importante aun, como regresar a casa.

El descubrimiento había venido acompañado de la repentina visión de otras personas, el mundo que se había negado a ver, los otros, tal como los imaginaba, entre ellos, pudo ver a un hombre y una mujer, leyendo juntos un poema.


-Es muy interesante.- dijo Nemo.
-Nada que ver, ¡no bromees conmigo!- replicó Maya.

Conversando y riendo, se alejaron de la playa, dejando atrás al mar.

Nemo sonreía para sí mientras caminaba, escuchando a Maya, sabiendo que, detrás, en la playa, el niño estaría sentado mirando al sol de la tarde que acababa de salir, tomándose un respiro antes de emprender el camino a casa y esa ave de alas oscuras no volvería jamás.

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