10/26/2006

Alguna Vez, Sueño

Confesión de una falla.

La verdad esta nota es sólo una nota que demuestra mi cariño por la improvisación apresurada, a falta de un mejor nombre con que llamarla.

En este lugar debía haber un cuento terminado y con un link al cual accesarlo, el cual, como el casual lector debe adivinar, no fue terminado a tiempo. Y esa es la razón por la que estas palabras ocupan su lugar.

Pero, a falta de una historia completa, ofrezco el texto siguiente, que bien podría ser´el epílogo de una de las historias que hubiese podido ocupar este espacio.


Alguna Vez, Sueño


El haz de luz transcurrió, implacable, ante la atónita mirada de los habitantes de la ciudad, quienes apenas atinaron a abrir la boca ante tan inesperado portento.

Pronto, casi de inmediato, el haz impactó contra la cima de la cúpula, el último piso del más alto de los perfectos edificios azules que dominaban la ciudad, que permanecieron sin cambio alguno.

Pero no la cúpula.

Ante la mirada incrédula de los ciudadanos, la impenetrable tela de la cúpula, que había resistido milenios, se disolvió en un instante, dejando entrar de improviso al viento del norte junto con el ominpresente sol.

los gritos de sorpresa, desesperación y pena resonaron en toda la ciudad, cuyos habitantes eran aun incapaces de entender la magnitud del hecho puesto ante sus ojos.

Y, en el momento en el que todos estaban a punto de entregarse a sus propias desbordadas emociones, el universo se detuvo.

Todos cayeron dormidos al unísono.

El sueño los llevó lejos, hasta los confines de la tierra, hasta otra ciudad, idéntica a aquella en la que vivían donde otros iguales a ellos, soñándolos, enredados en aquella incomprensible espiral de realidad.

Luego, mientras la velocidad se hacía más vertiginosa, el sueño se desplazó fulgurtante por desnudas montañas hasta llegar a una ciudad en medio de un desierto, la ciudad abandonada, Babilonia, la Cápital del mundo.

Y en la torre más alta, tan alta que las nubes la rozaban, un único hombre, derrotado y solitario trás recorrer medio mundo en una búsqueda propia, la primera que todos ellos hubieran conocido, los soñaba.

Tal era el sueño se esparcía con el haz de luz, que, inesperadamente, se había vuelto la luz de la verdad.

De inmediato conocieron, para el estupor de la mayoría y la amargura de otros tantos, la verdad detrás de las ciudades, los domos y los sueños, cada hombre y mujer, una copia, cada copia, una nueva oportunidad, una nueva iteración de un algoritmo que, desde tiempos inmemoriales, buscaba una solución. ¡Y la había hallado!
En un sólo individuo, en una sola decisión.

Despertaron.

Sorprendidos, se miraron a las manos y a los ojos y comenzaron a gritar, horrorizados mientras, por primera vez en miles de años, llovía.

El agua calmó el ánimo de los ciudadanos que, de pronto, corrían a sus casas, todos menos uno, una mujer.

Para quien la conociera, era llamada Aitana y trabajaba en un café no lejos de los Edificios azules, pero ella, al igual que el hombre de la torre había cometido aquel delicioso error que lo había cambiado todo.

Había decidido.

Y ahora, corría con todo su ser hacia el único lugar que ambos conocían, el lugar vedado a todos los demás.

La estación.

Al llegar, encontró a otros más, mirando sorprendidos a la hercúlea construcción, totalmente hecha de Acero y Policárbonato.

Sin embargo, no se detuvo, no le importó estar empapada ni con frío, tampoco le importó quienes pudieran mirar o a quien pudiera importarle, ella lo sabía, ella lo había conocido, ella había sido, en otra ciudad, Rebeca, su esposa.

Donde había estado el tunel de tren subterráneo a la Ciudad de Babilonia y las otras siete, había ahora un precipicio, un desfiladero que miraba medio kilómetro hacia abajo, donde, en la desierta llanura, el mar brotaba otra vez.

Un hombre le tocó el hombro y, la miró y asustado se fue de allí. La había visto, había sentido el vínculo.

Las lágrimas habían empezado a caer de inmediato y sin que ella opusiera resistencia, lloraba entendiendo, pero sin sentir.

El viento, frío y feroz, arrastró sus lágrimas con él, meciendo su negra cabellera mientras ella, inexpresiva, miraba a lo lejos, recorando una canción ya olvidada que él solía cantar.

el haz se detuvo.

Las luces de la ciudad se apagaron, amanecía.

Aitana permaneció allí, mirando a la inmensidad que renacía ante ella, un mundo que, recreado, se manifestaba más allá de sus sentidos.

Desde entonces,los sueños dejaron de ser intensos, al romperse la conexión entre los miembros de cada ciudad. El cambio llegaría como una marejada imparable.

Aitana, por otro lado, iba cada amanecer a la estación, sin ningún motivo en particular, su vínculo con Rebeca se debilitaba e, interiormente, un sentimiento de extrañeza le era cada vez más frecuente, el mismo que uno tiene cuando espera algo que conscientemente sabe que no pasará.

Otros iban a veces por allí, quizás apostando a que la encontrarían, manteniéndo su distancia, temerosos.

Varias semanas transcurrieron.

Las últimas horas de la noche la encontraron caminando sin apuro alguno hacia la estación, se había prometido que sería la última vez.

Iba usando el mismo vestido azul que había encontrado en la estación el día de la partida, mucho antes de aquella noche.

-Alguna vez, sueño.- dijo para sí misma.

-Alguna vez.- replicó una voz.

Aitana se sobresaltó y, emocionada, corrió hacia la entrada de la estación, la brisa de la mañana había adquirido un olor salobre y, allí, al borde del precipicio una figura familiar la miraba.

Ella no desperdició el tiempo en palabras y se acercó a abrazarlo, pero sólo cogió aire y cayó, sin remedio, por el precipicio.

En un principio tembló de terror, pero una sensación cálida la reconforto.

-Alzate, Aitana.- dijo.

ella extendió sus brazos y comenzó a ascender, llevada por el viento, comenzó a jugar, dando vueltas, reía alegremente mientras vagaba por el cielo, y pudo verla.

La torre de Babel.

-Ahora, estás en todas partes, Aitana. Todos estamos en todas partes.- dijo la voz -ese es el legado de Babel.

Se encontró de pronto en el suelo de la estación.

-Ahora, Aitana, ve y haz que todos lo sepan.

Ella asintió y pudo verlo, mirando sonriente, con su traje negro de batalla, antes de disolverse en mil motas de luz.

-Ve. Eres libre ahora.

Y Aitana, sin tiempo que perder, enjugó sus lágrimas y caminó, confiada, hacia el nuevo día.

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